De Política y Cosas Peores
Armando Fuentes Aguirre "Catón"
La vida del teatro es más rica que el teatro de la vida. El escenario de la existencia cotidiana es casi siempre gris. En cambio la escena teatral es colorida; se pinta con tonos que por ser ficticios son brillantes. Yo fui actor. Lo sigo siendo todavía, pues los oficios cuyos nombres empiezan con la letra pe nunca se quitan: Payaso (vale decir histrión), profesor, periodista, político, prostituta... En mis gozosos tiempos de farándula se contaba la historia del director de aquella compañía teatral que llegó a un pequeño pueblo. Necesitaba el tal director un partiquino, es decir un actor que desempeñaría un brevísimo papel, y alguien le dijo que el joto del lugar podía servirle para el caso. (Entonces no se usaba todavía la palabra “gay”, por lo cual me veo en la necesidad de emplear el grosero lenguaje homofóbico de entonces).
Lo buscó, y el mariconcito aceptó entusiasmado la encomienda. ¡Toda la gente lo iba a ver! El director le dio sus instrucciones: En el tercer acto, cercano ya el final de la obra, debía salir a escena, entregarle una carta al primer actor y decirle: “La carta ha llegado”. Eso era todo. Le ensayó el director la breve frase, pero el novel actor la decía con tono afeminado que de seguro causaría la hilaridad del público. Una y otra vez lo hizo repetir sus palabras, hasta que consiguió que el muchacho las dijera con voz de hombre. Llegó el día del estreno. El jovenzuelo llegó al teatro con cuatro horas de anticipación, tiempo que empleó en maquillarse prolijamente. Cuando empezó la obra ya estaba él entre bambalinas, dispuesto a entrar en escena. Se veía muy nervioso. A cada rato le preguntaba al traspunte, que así se llama el encargado de avisar a los actores el momento en que deben hacer su aparición: “¿A qué horas entro?”. “Todavía no” -le contestaba el hombre. Transcurrían dos o tres minutos y el ansioso mariconcito volvía a preguntar con insistencia: “¿Ya entro?”. “No -repetía el otro con molestia-. Aún falta mucho”. Pasaron los dos primeros actos, y empezó el tercero. “¿Ya?” -preguntaba otra vez el mozalbete con su aflautada voz. “Espere, espere -se irritaba el individuo. Llegó por fin la última escena, que era donde el muchacho actuaba. El traspunte se cercioró de que tuviera en la mano la dichosa carta, y llegado el momento le dijo: “Ahora sí, entre”. Lo hizo el debutante. Con voz grave y varonil dijo su frase: “La carta ha llegado”.
La abre el primer actor, la lee brevemente y luego exclama con acento trágico: “¡Demasiado tarde!”. Entonces el mariconcito, volviendo a su atiplada voz de siempre, prorrumpe con enojo: “¡Es que el viejo ése que está allá atrás no me dejaba entrar!”... Me valgo del cuentecillo para decir que en el debate de Guadalajara entró por fin en escena Josefina Vázquez Mota, pero quizá lo hizo también demasiado tarde. Ansiosa de recuperar el sitio que perdió ante López Obrador, se mostró como debió mostrarse desde el principio del proceso electoral: Firme, agresiva, capaz de acometer a sus adversarios en vez de aguardar sus ataques. Fue ciertamente la que más lució en el segundo encuentro de los candidatos. Ninguno le puso saber a la ocasión, pero al menos ella le puso sabor.
No creo, sin embargo, que este inocuo debate vaya a cambiar sensiblemente los números de las encuestas. Se esperaba que entre Josefina y AMLO noquearían a Enrique Peña Nieto, aprovechando lo que pasó en la Ibero, pero el tal nocaut no se produjo. El tabasqueño cambió otra vez de rostro, y luego de mostrarse virulento en “Tercer grado” volvió a usar su amorosa mansedumbre, pues de seguro se dio cuenta del mal efecto que tuvieron sus arrebatos en aquel programa. Acertó ahora al mencionar su gabinete, pero exageró al compararlo con el que tuvo Juárez. Sus promesas sonaron a populismo puro. Dejó ir una oportunidad de oro para superar al candidato priísta. Sigue ahora el tercer debate, el último y definitivo: El del primero de julio. Lo ganará quien tenga la mejor organización, la más eficiente maquinaria electoral. Ese día no importarán las manifestaciones callejeras, ni los apoyos de la televisión: Contará sólo la voluntad de los ciudadanos según se manifieste en las urnas. Aquel que en mayor medida logre acercarlos a ellas será el candidato ganador. Esperemos que el vencido respete el resultado, pues eso será respetar a los mexicanos y respetar a México. Ojalá que llamamientos como éste no lleguen, también, demasiado tarde... FIN.
Lo buscó, y el mariconcito aceptó entusiasmado la encomienda. ¡Toda la gente lo iba a ver! El director le dio sus instrucciones: En el tercer acto, cercano ya el final de la obra, debía salir a escena, entregarle una carta al primer actor y decirle: “La carta ha llegado”. Eso era todo. Le ensayó el director la breve frase, pero el novel actor la decía con tono afeminado que de seguro causaría la hilaridad del público. Una y otra vez lo hizo repetir sus palabras, hasta que consiguió que el muchacho las dijera con voz de hombre. Llegó el día del estreno. El jovenzuelo llegó al teatro con cuatro horas de anticipación, tiempo que empleó en maquillarse prolijamente. Cuando empezó la obra ya estaba él entre bambalinas, dispuesto a entrar en escena. Se veía muy nervioso. A cada rato le preguntaba al traspunte, que así se llama el encargado de avisar a los actores el momento en que deben hacer su aparición: “¿A qué horas entro?”. “Todavía no” -le contestaba el hombre. Transcurrían dos o tres minutos y el ansioso mariconcito volvía a preguntar con insistencia: “¿Ya entro?”. “No -repetía el otro con molestia-. Aún falta mucho”. Pasaron los dos primeros actos, y empezó el tercero. “¿Ya?” -preguntaba otra vez el mozalbete con su aflautada voz. “Espere, espere -se irritaba el individuo. Llegó por fin la última escena, que era donde el muchacho actuaba. El traspunte se cercioró de que tuviera en la mano la dichosa carta, y llegado el momento le dijo: “Ahora sí, entre”. Lo hizo el debutante. Con voz grave y varonil dijo su frase: “La carta ha llegado”.
La abre el primer actor, la lee brevemente y luego exclama con acento trágico: “¡Demasiado tarde!”. Entonces el mariconcito, volviendo a su atiplada voz de siempre, prorrumpe con enojo: “¡Es que el viejo ése que está allá atrás no me dejaba entrar!”... Me valgo del cuentecillo para decir que en el debate de Guadalajara entró por fin en escena Josefina Vázquez Mota, pero quizá lo hizo también demasiado tarde. Ansiosa de recuperar el sitio que perdió ante López Obrador, se mostró como debió mostrarse desde el principio del proceso electoral: Firme, agresiva, capaz de acometer a sus adversarios en vez de aguardar sus ataques. Fue ciertamente la que más lució en el segundo encuentro de los candidatos. Ninguno le puso saber a la ocasión, pero al menos ella le puso sabor.
No creo, sin embargo, que este inocuo debate vaya a cambiar sensiblemente los números de las encuestas. Se esperaba que entre Josefina y AMLO noquearían a Enrique Peña Nieto, aprovechando lo que pasó en la Ibero, pero el tal nocaut no se produjo. El tabasqueño cambió otra vez de rostro, y luego de mostrarse virulento en “Tercer grado” volvió a usar su amorosa mansedumbre, pues de seguro se dio cuenta del mal efecto que tuvieron sus arrebatos en aquel programa. Acertó ahora al mencionar su gabinete, pero exageró al compararlo con el que tuvo Juárez. Sus promesas sonaron a populismo puro. Dejó ir una oportunidad de oro para superar al candidato priísta. Sigue ahora el tercer debate, el último y definitivo: El del primero de julio. Lo ganará quien tenga la mejor organización, la más eficiente maquinaria electoral. Ese día no importarán las manifestaciones callejeras, ni los apoyos de la televisión: Contará sólo la voluntad de los ciudadanos según se manifieste en las urnas. Aquel que en mayor medida logre acercarlos a ellas será el candidato ganador. Esperemos que el vencido respete el resultado, pues eso será respetar a los mexicanos y respetar a México. Ojalá que llamamientos como éste no lleguen, también, demasiado tarde... FIN.