Mandilón yo?...
Malepigio
Charrasqueato era un típico macho mexicano. Afortunadamente esa especie ha
entrado ya en vías de extinción, y el machismo está catalogado ahora como una
de las muchas formas de lo naco. Aun así Charrasqueato conservaba los
anacrónicos modos machistas del pasado. Continuamente le decía a su mujer que
el trabajo que ella hacía en la casa no tenía ningún valor. (También, debo
decirlo, hay mujeres machos que comparten ese criterio). Añadía que mientras él
luchaba en la calle para ganar el pan de la familia ella se la pasaba
tranquilamente en casa, tomando cafecito y viendo sus telenovelas. Harta de ese
estribillo machacón la señora le propuso un día que cambiaran los papeles: Ella
saldría a hacer lo que él hacía -era vendedor puerta por puerta de artículos
eléctricos- y él se quedaría en la casa a cargo de los hijos y haciendo las
faenas domésticos.
Malepigio, condescendiente, aceptó el reto. El día fijado tuvo que levantarse a las 5 y media de la madrugada a preparar el desayuno y la ropa de los niños mientras ella seguía gozando un último sueñito. Después de arreglar a los hijos y juntarles los útiles escolares, dispersos por todas las habitaciones de la casa, y tras servir el desayuno, Charrasqueato llevó a los niños a la escuela en medio del intenso tráfico de la mañana. Regresó luego a su casa a lavar los platos del desayuno. Tendió las camas; barrió y trapeó los pisos; fregó el baño; aspiró las alfombras. Mal de su grado cumplió, en fin, con los quehaceres matutinos. Después fue al súper a surtir lo necesario, e hizo largas filas en el banco, en la compañía de luz y de teléfonos, y para pagar el gas y el agua. Se percató, alarmado, de que era hora ya de hacer la comida. Preparó unos platillos suculentos. Cuando acabó de hacerlos, sin embargo, recibió una llamada telefónica: Su esposa le anunciaba que no iría a comer, pues se había topado con unas amigas y comería con ellas en el restorán. Se aplicó entonces a poner en orden los cuartos de los hijos; lavó unas cortinas; juntó las hojas del jardín e hizo otras tareas necesarias. Para entonces ya tenía los lomos quebrantados. Pero era hora de ir por los chiquillos a la escuela. Otra vez a manejar en la hora pico. Les dio de comer a los niños y luego los llevó a la clase de baile, de karate, de computación. Después, a solas de la casa, se disponía a tomar un cafecito cuando recordó que había más ropa que lavar. En seguida preparó la cena. Cuando la tuvo hecha sonó el teléfono otra vez: Su mujer le comunicaba ahora que le había salido una cita de negocios, y no iría a cenar. Malepigio se inquietó: ¿Sería aquella cita de negocios de su esposa como las que inventaba él para encubrir sus desvaríos maritales? Fue otra vez a recoger a los niños; los ayudó a hacer sus tareas; les preparó el baño; les dio de cenar, y finalmente consiguió acostarlos. Luego se puso a planchar las blusas y faldas de su esposa.
A eso de la medianoche se acostó por fin, hecho un guiñapo. Estaba tan cansado que ni siquiera tuvo humor ya para ver la tele un rato. Apagó la luz y se dispuso a dormir. En eso lo asaltó un espantoso pensamiento. Con gemebundo acento dijo para sí: “¡No más me falta que la cabrona venga con copas y se le antoje follar!”... El cuentecillo, queridos cuatro lectores míos, tiene un colofón. Llegó, efectivamente, la señora en horas de la madrugada. El marido, que había logrado apenas conciliar el sueño, despertó al sentir el peso de su mujer sobre él. Experimentó además en la parte baja del cuerpo una serie de extrañas sensaciones. Encendió la luz y vio que ella se le había puesto encima. Con fuerza le aplicaba erráticamente en el estómago, los muslos, las ingles y otras diversas partes alrededor de la entrepierna un desodorante de esos de bolita. Al ver que su marido había despertado la señora le dijo con vengativo acento: “¡Pa’ que veas lo que se siente, desgraciado!”... Las nuevas circunstancias pusieron a la mujer en la necesidad de trabajar fuera de su casa.
En eso hay mucho mérito, pero no por eso se debe despreciar el trabajo que muchas mujeres cumplen en su hogar. En los países más avanzados algunos sociólogos dan cuenta de los nocivos efectos que causó la ruptura de un esquema, considerado hoy obsoleto, por el cual la presencia de la madre en el hogar era elemento valioso en la educación y cuidado de los hijos. En México eso de la liberación femenina resultó engañosa: La mujer trabaja fuera de la casa y vuelve a ella a cumplir las tareas del hogar, pues para eso casi nunca cuenta con la ayuda del marido. Vale la pena que los hombres pensemos en todo esto. No mucho, claro, para no sentir remordimientos... FIN.
Malepigio, condescendiente, aceptó el reto. El día fijado tuvo que levantarse a las 5 y media de la madrugada a preparar el desayuno y la ropa de los niños mientras ella seguía gozando un último sueñito. Después de arreglar a los hijos y juntarles los útiles escolares, dispersos por todas las habitaciones de la casa, y tras servir el desayuno, Charrasqueato llevó a los niños a la escuela en medio del intenso tráfico de la mañana. Regresó luego a su casa a lavar los platos del desayuno. Tendió las camas; barrió y trapeó los pisos; fregó el baño; aspiró las alfombras. Mal de su grado cumplió, en fin, con los quehaceres matutinos. Después fue al súper a surtir lo necesario, e hizo largas filas en el banco, en la compañía de luz y de teléfonos, y para pagar el gas y el agua. Se percató, alarmado, de que era hora ya de hacer la comida. Preparó unos platillos suculentos. Cuando acabó de hacerlos, sin embargo, recibió una llamada telefónica: Su esposa le anunciaba que no iría a comer, pues se había topado con unas amigas y comería con ellas en el restorán. Se aplicó entonces a poner en orden los cuartos de los hijos; lavó unas cortinas; juntó las hojas del jardín e hizo otras tareas necesarias. Para entonces ya tenía los lomos quebrantados. Pero era hora de ir por los chiquillos a la escuela. Otra vez a manejar en la hora pico. Les dio de comer a los niños y luego los llevó a la clase de baile, de karate, de computación. Después, a solas de la casa, se disponía a tomar un cafecito cuando recordó que había más ropa que lavar. En seguida preparó la cena. Cuando la tuvo hecha sonó el teléfono otra vez: Su mujer le comunicaba ahora que le había salido una cita de negocios, y no iría a cenar. Malepigio se inquietó: ¿Sería aquella cita de negocios de su esposa como las que inventaba él para encubrir sus desvaríos maritales? Fue otra vez a recoger a los niños; los ayudó a hacer sus tareas; les preparó el baño; les dio de cenar, y finalmente consiguió acostarlos. Luego se puso a planchar las blusas y faldas de su esposa.
A eso de la medianoche se acostó por fin, hecho un guiñapo. Estaba tan cansado que ni siquiera tuvo humor ya para ver la tele un rato. Apagó la luz y se dispuso a dormir. En eso lo asaltó un espantoso pensamiento. Con gemebundo acento dijo para sí: “¡No más me falta que la cabrona venga con copas y se le antoje follar!”... El cuentecillo, queridos cuatro lectores míos, tiene un colofón. Llegó, efectivamente, la señora en horas de la madrugada. El marido, que había logrado apenas conciliar el sueño, despertó al sentir el peso de su mujer sobre él. Experimentó además en la parte baja del cuerpo una serie de extrañas sensaciones. Encendió la luz y vio que ella se le había puesto encima. Con fuerza le aplicaba erráticamente en el estómago, los muslos, las ingles y otras diversas partes alrededor de la entrepierna un desodorante de esos de bolita. Al ver que su marido había despertado la señora le dijo con vengativo acento: “¡Pa’ que veas lo que se siente, desgraciado!”... Las nuevas circunstancias pusieron a la mujer en la necesidad de trabajar fuera de su casa.
En eso hay mucho mérito, pero no por eso se debe despreciar el trabajo que muchas mujeres cumplen en su hogar. En los países más avanzados algunos sociólogos dan cuenta de los nocivos efectos que causó la ruptura de un esquema, considerado hoy obsoleto, por el cual la presencia de la madre en el hogar era elemento valioso en la educación y cuidado de los hijos. En México eso de la liberación femenina resultó engañosa: La mujer trabaja fuera de la casa y vuelve a ella a cumplir las tareas del hogar, pues para eso casi nunca cuenta con la ayuda del marido. Vale la pena que los hombres pensemos en todo esto. No mucho, claro, para no sentir remordimientos... FIN.
Armando
Fuentes Aguirre (Catón)
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